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COLUMNA – Quién debería escoger a los jueces

04 de octubre de 2023
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Las columnas deben enviarse a mad@corp.microjuris.com y deben ser de 600-800 palabras. 

Por el Lcdo. Jaime Sanabria

Cuenta, quizá la leyenda, que un antiguo caudillo español apodado el Cid, ganó una batalla después de muerto. No importan los detalles del suceso. Ello ocurrió en los albores del segundo milenio, cuando apenas nadie sabía leer, menos escribir, y los escasos cronistas y escribanos estaban al servicio de los nobles y de los reyes.

Pero pese a la anécdota con la que comienzo este tema, no pretendo escribir sobre historia, aunque en numerosas ocasiones el pasado ayuda y permite entender el presente y anticipar el futuro. Mi condición de abogado me permite abordar, de manera teórica, sin otra capacidad de influenciar sobre el sistema de nominación de los jueces de los tribunales supremos que la que expide mi propio pensamiento, un poco de la historia tras este asunto y los conflictos que dimanan del actual sistema de nombramientos. Aunque reconozco que la extensión de este texto no va a resultar suficiente para estructurar un argumento profundo, sí pretendo identificar dos de los problemas esenciales, a saber, quiénes los nombran y la duración del término durante los cuales estos ocupan su cargo.

Comencemos por el continente: EE.UU. Algunos juristas reputados insisten en la necesidad de plantear una enmienda constitucional para modificar la potestad presidencial de nombrar a los jueces del alto tribunal que, una vez confirmados, ocupan el cargo con carácter vitalicio, en ocasiones, incluso, con grave deterioro de sus facultades físicas, incluso cognitivas.

En sus orígenes, hace casi dos siglos y medio, aquellos EE.UU. embrionarios no guardaban parecido alguno con los actuales; sin embargo, el modo de designar a los jueces máximos no ha cambiado, pese a haber cambiado la naturaleza de las instituciones. Si en una primera instancia, cuando la nación arrancaba como tal, el poder judicial debía ser sobreprotegido, a nadie se le escapa que ya adelantado, el Siglo XXI, el estamento judicial, en general, y la máxima autoridad de la justicia estadounidense, en particular, gozan de una fortaleza insoslayable hasta el punto de hacer tambalear, bajo el influjo de sus decisiones, presidentes y expresidentes.

Se consideraba, en un inicio, que no existían apenas hombres (la masculinidad absoluta en aquellos tiempos primigenios) capaces de gestionar los altos estratos de la justicia, y de ahí la necesidad de nombrarlos de manera vitalicia. Pero, en el presente, según datos del 2019, la proporción de abogados por habitante en EE.UU. era de 1 por cada 243 habitantes, cifra que arroja una base más que razonable para no dejar a la patria a expensas de unos jueces nombrados por un presidente que los escoge en virtud de su trayectoria, pero sobremanera de una ideología concordante con la suya. Y que les permitirá decidir, en virtud primero del precedente y de la ley, pero con el plus de poseer su misma mirada ideológica (no existe un solo ser humano neutro de ideas), para resolver de manera consistente con la óptica de un presidente que bien pudiese estar jubilado o haber fallecido; de ahí el preámbulo de esta reflexión sobre aquel caudillo español que ganaba batallas después de muerto.

Cualquier país que presuma de su democracia exhibe la separación de poderes como uno de los pilares sobre los que se sustenta, pero de ordinario los poderes ejecutivos y legislativos tratan de sujetar algunos de los hilos más fuertes del poder judicial para que, en un momento dado, los magistrados no olviden quién los escogió para decidir sobre cuestiones capitales.

Pasando del continente a Puerto Rico, vemos que nuestra Constitución, en su artículo V, sección 8, faculta al Gobernador para cubrir las vacantes de jueces que surjan durante su incumbencia mediante la nominación al Senado de sus candidatos y la otorgación por parte de este cuerpo legislativo de su consejo y consentimiento a dicho nombramiento.

Una de las diferencias, con respecto a los nombramientos de los jueces del continente, radica en que, en Puerto Rico, el carácter del puesto está limitado a los 70 años, sin otras consideraciones, circunstancia que permite una mayor rotación por razones biológicas, pero que no impide a un gobernador nombrar a jueces jóvenes para que permanezcan más años en el puesto. De ordinario, cualquier ley tiene una interpretación o aplicación pícara, conveniente, que sin transgredirla puede ver alterado su espíritu.

En relación a ese debate inmemorial sobre la selección de los jueces supremos, la senadora de Proyecto Dignidad, Joanne Rodríguez Veve, presentó durante los primeros meses del año 2023, un Proyecto de Ley que, bajo el epígrafe "Ley para la Comisión de Nombramientos a la Judicatura de Puerto Rico" persigue, literalmente, "crear la Comisión de Nombramientos a la Judicatura de Puerto Rico, establecer su composición, forma de nombrar sus integrantes, jurisdicción, competencia, capacidades administrativas, atender sus vacantes y destitución de sus integrantes, así como de sus obligaciones y responsabilidades".

Establece en él la senadora la creación de una comisión no partidista compuesta por nueve personas, seis de ellas nombradas por el Gobernador, de las que solo tres serían nombradas directamente por el Gobernador y las otras tres seleccionadas por el mismo Gobernador dentro de los candidatos sometidos mediante listado por las asociaciones de abogados y las escuelas de Derecho; las restantes tres personas serán jueces activos en los tribunales de primera instancia.

Las decisiones de la comisión no tendrían carácter vinculante, sino que elevarían sus recomendaciones al Gobernador, quien en última instancia decidirá el candidato que nominará para la vacante. Aunque me parece una muy buena iniciativa, poco propone modificar el Proyecto de Ley la actual prerrogativa de un Gobernador plenipotenciario en este apartado que le permite extender su ideario más allá del poder ejecutivo que le confiere la Constitución y más allá, incluso, de su mandato, del mismo modo que en el continente. Pero, para lograr un cambio que cale hondo, a mi juicio, se necesita proponer una enmienda constitucional similar a la que algunos juristas norteamericanos sugieren en el continente.

La realidad es que no existe una fórmula idónea para la selección de los jueces del más alto tribunal. Pero si se deja en manos de los poderes ejecutivos y legislativos, como ocurre actualmente, se seguirá corriendo el riesgo de extender la influencia del mandatario y de los legisladores de turno el sesgo de decisiones que pueden, y de hecho lo hacen, por su trascendencia, modificar vidas. Y si fuesen los propios jueces quienes se eligiesen a sí mismos también resultaría fácil incurrir en la endogamia, el nepotismo o la prevalencia de determinada corriente.

Lo ideal sería encontrar una alternativa mixta que promueva la renovación constante de la judicatura y que no escore las máximas decisiones hacia la ideología de quienes han elegido a los jueces supremos. Por ejemplo, se pudiese establecer un solo término de 10 años para ocupar el cargo de juez del Supremo. O también que cada gobernador tenga el derecho de nombrar a uno o dos jueces supremos durante su incumbencia y que los nominados más recientes vayan sustituyendo a los más antiguos que ocupen los cargos. O quizá podría establecerse una academia judicial, algo que se ha planteado en el pasado, que se encargue de identificar, preparar, nombrar y ascender a los jueces, según su trayectoria y méritos, entre otras cosas.

Una de las cosas positivas de la propuesta de la senadora Rodríguez Veve es que inicia una conversación difícil, pero necesaria; su proyecto de ley constituye un buen primer paso para buscar propugnar la independencia del poder judicial puertorriqueño a fin de que el espíritu de los gobernadores y legisladores extintos no pueda reinar después de haber finalizado el tiempo de su estancia terrenal.

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